Safety and wellbeing
Education, Gender justice, Safety and wellbeing, Youth power
Mi nombre es Gerardo López
Nota del editor: Esta publicación también está disponible en inglés.
Gerardo dejó El Salvador a los 17, y empezó una jornada peligrosa para reunificarse con su mamá en los Estados Unidos. Ahora, forma parte de Homies Unidos, un socio de GFC, y trabaja con jóvenes quienes han vivido obstáculos similares a el. En sus palabras, esta es su historia.
Mi nombre es Gerardo López,
soy de El Salvador,
y esto es mi historia.
A los tres años, mi mamá nos dijo que nuestro padre nos había abandonado. Nos tocó responsabilizarnos para ganar dinero y proveer comida a la familia. Por un tiempo, todo estaba bien.
Cuando yo tenía siete años, mi mamá tomo la decisión más difícil de su vida. Ella decidió irse hacia los Estados Unidos, en busca de una vida mejor para mi hermana y para mí. Ella dejó a mi hermana con mi abuela, a mí con mi tía, y se fue. Pasaron seis meses antes de que escuché de mi mamá de nuevo.
Cuando supimos que finalmente llegó a Los Ángeles, todo empezó a cambiar – pero no para mejor. Pensé a mí mismo, “Ahora voy a poder jugar como los otros niños de mi edad.” Pero estaba equivocado. Mi tía empezó a imponerme restricciones. De repente, no se me permitió ir a la escuela, y me vi obligado a trabajar.
“Si no trabajas, no comes,” me decía mi tía.
Tenía siete años cuando me obligaron a en el campo, en un trabajo destinado a un hombre adulto.
A pesar de que mi mamá le enviaba dinero a mi tía constantemente, las restricciones se hacían cada vez más crueles. Las comidas se convirtieron en restos, la ropa fresca las duchas se convirtieron en un lujo, y mi cuerpo se fue marcando con moretones y cicatrices. Un día, al regresar de un día de trabajo en el campo, llegué a casa y encontré a mi tía hablando con un trabajador social. Yo estaba paralizado por el miedo y pude ver en los ojos de mi tía lo que sucedería si compartía lo que realmente estaba sucediendo en esa casa, así que no dije nada.
El ambiente una vez tranquilo y amoroso se volvió violento y volátil. Cuando tenía nueve años, dejé la casa de mi tía, para siempre. A día de hoy, todavía tengo las cicatrices de su abuso físico y mental.
El ambiente una vez tranquilo y amoroso se volvió violento y volátil. A los nueve años de edad, deje la casa de mi tía, para siempre. Hasta el día de hoy, aún tengo las cicatrices del abuso físico y mental que ella me infligió.
Durante los siguientes siete años, viví en las calles de uno de los países mas peligrosos del mundo. Resentía a mi mamá y familia, así que corté lazos con ellos por completo. Dormí en las calles con lluvia o con sol, rara vez tenía comida en el estómago y mantenía la cabeza baja y alejada de la violencia de pandillas.
Traté de asistir a clases abiertas, pero solo llegué al séptimo grado, porque tenía que pasar todo mi tiempo simplemente sobreviviendo. Estaba sin hogar y solo. El Salvador me consideraba basura, un ladrón, un criminal, por lo que me trataron como tal.
Traté de asistir a salones de clases abiertos, pero solo llegué al séptimo grado porque tenia que enfocar todo mi tiempo en sobrevivir. Estaba sin hogar y solo. El Salvador me consideraba basura, un ladrón, un criminal, por lo que me trataron como tal.
No fue hasta que tenía 16 anos que finalmente me reconecté con mi mamá. Por primera vez, vocalicé todo lo que me había sucedido en la casa de mi tía. Por primera vez, comencé a decir mi verdad. Finalmente pude obtener un poco de felicidad con el apoyo de mi madre.
Me preguntó mi mamá: “¿Quieres venirte para acá?”
En marzo del 2015, sin pensarlo dos veces, decidí reunificarme con mi mamá en los Estados Unidos.
Un par de meses antes de cumplir 18 años, me fui de El Salvador. El viaje estuvo tranquilo hasta que llegamos a la frontera entre Guatemala y México. Pasó un mes entero antes de que pudiéramos cruzar a México.
En un punto de control de migración, la contraseña que nos dio nuestro coyote falló. Para continuar, nos tocó pagar 1,500 pesos adicionales por persona, o de lo contrario seríamos deportados. Ninguno de nosotros tenía esa cantidad de dinero. Como un grupo de diez, pudimos juntar 1,600 pesos.
Nos dejaron continuar.
En un bus que se dirigía a Reynosa, México, fuimos capturados y secuestrados. Dos jóvenes miembros del Cartel del Golfo se subieron al bus a la fuerza, colocaron bolsas sobre nuestras cabezas y exigieron que nos bajáramos del bus.
“No les va a pasar nada, sólo vinimos por las personas que ya pagaron a los oficiales de migración. Podemos hacer esto por las buenas o por las malas, ustedes deciden.”
Uno por uno, fuimos bajando del bus.
Nos metieron en otro camión y nos llevaron a un almacén abandonando. Probablemente había otros 75 rehenes: viejos y jóvenes, hombres y mujeres, incluso niños y niñas. Para sobrevivir, tenías que pagar por tu libertad, o trabajar hasta que tuvieras el dinero que exigían. Para la mayoría de nosotros, esto fue un callejón sin salida o nos llevó a la muerte.
Dos semanas después, la policía mexicana detuvo a nuestros captores. Una vez más, nos subieron a un camión, y realmente creímos que estábamos seguros. Ni siquiera media hora más tarde, nos detuvimos en un oscuro y solitario callejón… solo para ser devueltos a los mismos que nos tenían secuestrados anteriormente.
Mis secuestradores eventualmente me liberaron. Por alguna razón, les caía bien – y eso me hizo afortunado.
Estaba cruzando un río en McAllen, Texas, cuando me atraparon oficiales de inmigración de Estados Unidos. Esta fue mi introducción a un centro de detención de ICE. Me alimentaron, me dieron dónde bañarme y me dijeron que esperara hasta pudieran contactar a mi mamá. En el fondo de mi mente, sabía que pronto cumpliría 18 años… y eso me puso nervioso.
Dos abogados de una organización llamada ProBAR querían ayudarme. Querían escuchar mi historia y ver si potencialmente podría calificar para el asilo político.
Dos abogadas de una organización llamada ProBAR querían ayudarme. Querían escuchar mi historia y ver si potencialmente calificada para el asilo político.
Estaba asustado.
Tenía dudas de compartir mi historia con ellas.
Pensé que se burlarían de mi.
Pensé que no me iban a creer.
Pensé que a ellas realmente no les importaba lo que me pasó.
Pero al final, decidí compartir mi verdad, una vez más.
*****
Gerardo finalmente se reunió con su madre después de una década de separación. Ahora vive en Los Ángeles, California, y trabaja para la organización sin fines de lucro Homies Unidos. Esta organización tiene como objetivo el fin de la violencia contra la niñez y promover la paz en las comunidades de inmigrantes a través de la prevención de pandillas, la promoción de los derechos humanos y el empoderamiento de los jóvenes y las familias en El Salvador y Los Ángeles.
Homies Unidos es uno de los socios locales del Fondo Mundial para la Niñez (GFC, por sus siglas en inglés) y es miembro de la red transnacional de organizaciones comunitarias de GFC que atienden a las necesidades de adolescentes migrantes. La esperanza de Homies Unidos es que las comunidades inmigrantes pueden lograr su potencial y crear una sociedad justa, segura y saludable para todos.