Muros en la playa: un ensayo en defensa de las fronteras
Playas de Tijuana. A sólo diez kilómetros del centro. Familias tomando el sol. Parejas paseando a la orilla del mar. A lo lejos, unas niñas construyen castillos de arena. Restaurantes. Hoteles. Felicidad. Vida.
Y encima de todo: un muro. Un muro que corta el océano en dos. Un muro que llega hasta el cielo. Un muro imponente. Un muro que todo lo ve. El muro-faro.
Absurdo. Casi ridículo. ¿Por qué está este muro en medio del mar? Y lo más importante, ¿Para quién?
El muro como construcción no sirve, no tiene sentido. Puedes cruzarlo nadando y ya está, estás del otro lado. Pero como símbolo es extremadamente poderoso, es imposible cruzarlo.
El muro dice, grita, NO ERES BIENVENIDO. El muro separa los sueños de los destinos. A los ganadores de los perdedores. A los elegidos de los descartables.
Vida de la muerte.
La pared te susurra cada día: eres peligroso porque eres diferente. Eres EL OTRO. No eres como yo. Nunca serás como yo. Ni lo intentes.
¿Y sabes qué? Aunque cruces, en realidad no estás aquí. Ahora no vienes de ninguna parte.
En muchas ocasiones, y como respuesta a tanto dolor e injusticia, organizaciones, donantes y otros actores sociales suelen repetir este mantra: DI NO A LAS FRONTERAS. LAS FRONTERAS NO DEBERÍAN EXISTIR.
Pero … Por qué no?
Estamos acostumbrados a ver las fronteras como zonas de separación, espacios de muerte, lugares de segregación. Pensamos en las fronteras como la materialización de un apartheid global.
Y es verdad. Eso es lo que los poderosos han hecho con las fronteras. Y eso es lo que quieren hacernos creer. Que las fronteras son muros, muros por dentro y por fuera. Muros por todas partes. Hasta en la playa.
Pero ¿qué pasa si empezamos a pensar en las fronteras como espacios de encuentro? ¿Lugares donde las diferencias nos enriquecen como seres humanos? ¿Espacios de vida, de creación, de alegría?
Siempre me ha gustado cruzar una frontera. Me llena de asombro y humildad.
Cruzar una frontera me recuerda que no estoy sola en el mundo, que mis problemas no son los más importantes. Me ayuda a salir de mí misma y a escuchar.
Cruzar una frontera nos permite mirarnos a los ojos. Nos permite admirar, aunque sea un poco, ese inmenso arcoíris, esa multiplicidad de colores, de emociones, de sensaciones que es la vida humana. Y en ese sentido, podemos entender las fronteras como lugares de reinvención y recuperación de nuestra propia humanidad.
Cruzar una frontera, si sabes cómo hacerlo, es como abrazar a alguien. Es reconocer lo diferente. Y es reconocerte a ti mismo en esa diferencia. Es decir: “No eres como yo, y eso está bien. No tienes que ser como yo para ser mi hermano o hermana. Y puedo aprender mucho de ti y de tu forma de ver la vida y el amor. Y quiero aprender. Estoy listo”.
En este momento, hay miles de organizaciones, niñas, mujeres, migrantes, personas de la comunidad LGBTQ, dreamers, personas trans, activistas, comunicadoras, artistas y muchas más, tratando de recuperar y transformar las fronteras.
Preocuparse por los demás. Construir puentes desde el amor y la comprensión.
No hay muro que puedan construir contra eso.